Rastro de Dios y otros cuentos by Montserrat del Amo

Rastro de Dios y otros cuentos by Montserrat del Amo

autor:Montserrat del Amo [Amo, Montserrat del]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


—La aldea queda lejos -opina el maestro cantero- y no creo que los aldeanos se aventuren a salir a estas horas de la noche fuera de sus casas.

—Las gentes de bien acostumbran a llamar con la aldaba, en vez de andar merodeando -dice el mercader.

—Ahora no se oye nada.

—Pero algo ha caído al otro lado de la puerta. Puede que fuera haya un hombre enfermo o malherido -añade el estudiante.

—¡Abrid la puerta! -ordena el caballero.

—¡De ninguna manera! -grita el mercader.

—Tu has llamado hace un rato y te hemos dado entrada -le replica el maestro cantero.

—¡Pero yo no soy un bandolero!

—Y nosotros, ¿cómo lo sabíamos?

El mercader pasa por alto la pregunta y chilla, aterrado:

—¡Este silencio es una trampa que nos tiende El Solitario de la Montaña!

¡No caigamos en ella! ¡Estará ahí fuera, agazapado, esperando el momento de asaltar la posada! ¡Estamos perdidos si nos confiamos demasiado!

Se oye de nuevo el rumor de los pasos.

—Parece que se marcha -supone el maestro cantero.

Clara suspira, aliviada. El caballero presume:

—Se ha dado cuenta de que yo estoy en la posada al ver los caballos en la cuadra, y ha tenido miedo de mi espada y mi lanza.

—La fama de tu valor hace temblar a los gigantes -añade uno de los pajes, adulador.

Y otro:

—¿Hay alguien en el mundo capaz de vencerte?

Pero el mercader sigue con sus temores:

—¡Os digo que es una trampa! Estará dando la vuelta a la casa, para buscar un resquicio por donde meterse de rondón, sorprendiéndonos por la espalda. ¿Están bien cerradas todas las puertas y ventanas?

—Vamos a comprobarlo -dice el posadero, descolgando el candil.

La ronda es larga y minuciosa.

Seguros de que nadie podrá entrar, vuelven a la sala, para comentar en torno al fuego los incidentes de la noche.

Solo el maestro cantero -Clara, de su mano- permanece en el portal, con la oreja pegada a la puerta.

—¿Se oye algo de nuevo? -pregunta el mercader, retrocediendo.

—Nada. Pero antes, ¿no ha sonado un golpe, como de un cuerpo pesado que se desplomara? Tal vez haya un hombre caído en el suelo, al otro lado.

—Habría seguido llamando.

—¿Y si está malherido y ni siquiera tiene fuerzas para levantar la aldaba?

A regañadientes, el posadero accede a mirar por un ventanuco. La noche está muy oscura.

—Nada se ve -dice.

—¡Déjame ver a mí!

El maestro cantero coge el candil, se asoma y exclama:

—¡Sí! ¡Hay un bulto junto a la puerta!

El mercader sigue rumiando sus temores:

—¡Una trampa! Os digo que es una trampa que ha ideado el gigantón para obligarnos a abrir. Estará escondido por los alrededores, esperando el momento de asaltar la posada.

El caballero decide:

—No es de bien nacidos negar ayuda al necesitado que desfallece a nuestra puerta. ¡Abre, posadero!

El mercader intenta una última resistencia:

—¿Y si...?

—Cuando un «y si...» puede costar la vida de un hombre, hay que salir de dudas.

—El miedo no me impedirá cumplir como quien soy, como un buen caballero. ¿No lo has oído, posadero? ¡Abre pronto, que no me gusta repetir las órdenes!

Con la espada en la mano parece dispuesto a arremeter contra el desobediente. El



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